Por Hassan Achahbar
Con un agradecido toque maestral de la Dra. Susana Murphy, acabo de terminar la revisión del libro “Embajador entre dos Polos”, autobiografía del diplomático saudí Esam Abid Al-Thaqafi. No sabría contestar acertadamente la pregunta de por qué me decidí a traducir la obra. A primera vista, diría que lo hice para uso académico, a pedido de un amigo doctorando. Se trataba de tan solo unos trechos del capítulo dedicado a la Argentina.
Sin embargo, la buena razón, la verdadera, la subjetiva y tal vez la más poderosa, fue que me enganché sin pretenderlo, desde las primeras páginas y, a medida que me adentraba en la lectura sentía un imparable deseo, una apremiante necesidad de seguir adelante con el trabajo iniciado. Debo aclarar que el autor es una admirable persona, un buen amigo con quien compartí muchas vivencias y muchos recuerdos, él como encargado de negocios en México y luego embajador en Argentina y yo como corresponsal en jefe en ambos países latinoamericanos.
Más allá de esta circunstancia, Esam Abid Al-Thaqafi es un experimentado y fino diplomático y, por añadidura, un excelente narrador. A quienes interese, les digo que sus Memorias sirven como documental académico de primera mano, en el cual refleja sin ambages las crudas realidades de la sociedad saudí de antaño, independientemente de los tópicos, fetiches y típicos clichés de moda que se reciben y perciben en Occidente sobre el país cuna del arabismo y del islam. En esas Memorias, el autor traza con minucioso realismo, a través sus recuerdos y su recorrido biográfico, el desarrollo de la sociedad saudita, prestando especial atención a los acontecimientos de carácter local, nacional e internacional que dejaron huella indeleble en su personalidad y marcaron con su sello la vida cotidiana, durante casi el último medio siglo de la historia de Arabia Saudita, un país donde, por cierto, no todo huele a petróleo ni todo es color de rosa, donde también se trabaja, se lucha y se sufre para escalar y triunfar en la vida.
“Crecí y me desarrollé, alabado sea Dios, en la tierra inmaculada de Makka. Me eduqué en su vecindad y me inspiré en los hábitos de su buena gente, que son mi familia, mis parientes y mis vecinos. Viví y me formé en las costumbres y tradiciones de una familia que amaba el bien para sí y para los demás. Yo soy el penúltimo hijo de esa familia de once hermanos y hermanas”, remarca.
Del padre, el autor recuerda que conciliaba su trabajo durante todo el año como orfebre profesional y el de guía de los peregrinos libios durante las temporadas del Hayy. Asimila con gran acierto y asume con total crudeza y, además, lo grita a los cuatro vientos, sin maquillaje y sin tapujos, que “somos una sociedad conservadora que fundamenta su cultura en la religión islámica, así como en un legado tribal del cual se enorgullece, y que el gobierno no interfiere en su alteración y deja actuar a la sociedad, por lo que el cambio resulta a veces lento”.
En esa sociedad orgullosa de su legado socio-histórico, resalta el rol del padre como “la columna vertebral de la casa donde nada se movía sin su conocimiento, ni se tomaba decisión alguna que no sea la suya”. Agrega que ese era también “el ambiente dominante en todas las casas de Makkah y tanto en casa como afuera, el padre se reservaba la última palabra y personificaba la seriedad, al punto de sorprendernos cuando lo veíamos reír con sus amigos y compañeros o bromear con ellos. A nuestro entender, el padre no bromea ni se ríe y debe permanecer severo y adusto todo el tiempo”.
Habrá quien deduciría de esa descripción que se trata de una sociedad presuntamente cerrada y literalmente patriarcal. Nada más lejos de la verdad y el autor lo ilustra brillantemente predicando con el ejemplo, a la hora de honrar las responsabilidades asumidas y el rol determinante que jugaron dos grandes mujeres en su vida, las merecedoras de la Dedicación de su obra, su madre y su esposa.
De su madre, subraya que ha sido “una gran Escuela global, en todos los sentidos de la palabra”, cuya firmeza, determinación y “primera preocupación era que completásemos nuestros estudios universitarios y, para ello, se valió de todas sus capacidades, igual harían las de su género en esa época, para satisfacer todas nuestras necesidades, eso a pesar de ser analfabeta”.
Más aun, impresiona la brillantez con que desmitifica y echa por tierra las obcecaciones y los prejuicios occidentales en relación al papel que le corresponde a la mujer saudí, ejercido en libertad y sin libertarismo, al referirse a su otro icono, su “cómplice en el largo derrotero, compañera en la trayectoria”.
El reconocimiento y el infinito agradecimiento a la “carísima esposa, Sawsan Hussein”, lo reitera en distintas circunstancias a lo largo de la obra: “aquí, interviene nuevamente la noble actitud de mi esposa, que, sin ella, no se habría alcanzado toda esta distinción para mí y para mi familia”. “Mi esposa, mi sostén y la que me apoyó en esta crisis”, quien “insistía, vehementemente, en que completase” la Universidad y quien “ha sido educadora, padre y madre”.
Del título de la obra no hay misterio. El autor lo desvela al reflexionar “en la intimidad” sobre las misiones que se le asignó en el extranjero, siempre muy lejos de casa. “¿Por qué se mi elige solo para los países más alejados y los más remotos?: de México a Estados Unidos, luego Brunei, luego Argentina y ahora Noruega, y cómo el destino quiso que mis dos últimas Paradas hayan estado lindando, la primera con el Polo glacial Sur y la segunda con el Polo glacial Norte, para convertirme así en el Embajador entre dos Polos”.
En el libro falta, sin duda, la penúltima Misión, la “Parada” que, hoy, cumple en Indonesia, pero que por premonición o por experiencia preanunció al plasmar las últimas palabras de sus memorias: “Ahora que he completado mi tercer año y unos meses en el Reino de Noruega, siento como que es el momento de juntar el legado de tan largos años con todo lo que encierran como recuerdos, actitudes y experiencias para iniciar una vida que me pertenece en exclusivo y en la que me dedico a mi familia y a mí, hago cosas que deseaba realizar y me lo impedían mis compromisos y, tal vez, me dedico a escribir, algo en lo que me reencuentro a veces, o tal vez recibo el honor de servir a mi Patria en otro lugar… Lo dejo todo en manos de Dios y que Él elija por mí la ventura esté donde esté”.
Y Dios eligió para él, a Indonesia como nuevo destino, donde está demostrando día a día sus dones de gran diplomático. Después de México, Brasil, Venezuela, Estados Unidos, Brunei, Irán, Argentina, Chile, Uruguay e Indonesia, tan solo le falta África para así colocar la guinda a una brillante carrera y cerrar el ciclo de un impresionante recorrido intercontinental. “Lo extraño es que nunca trabajé y no se me asignaron tareas en ningún país africano o árabe”, reflexiona en sus palabras. Quién sabe, tal vez en un futuro próximo verá cumplido su sueño de servir al Reino desde África y por qué no desde el querido Marruecos, destino a la vez árabe y africano.